• 03 diciembre 2019

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    Categoría : Opinión

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    Una excepción dolorosa

    La periodista Vicky Bendito nos cuenta su experiencia personal marcada por los retos que le planteó nacer con síndrome de Treacher Collins

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    Vicky Bendito dando una charla en el evento anual de 2018 de Bridging the Gap

    Cuando mi madre me trajo al mundo, el diagnóstico que le dieron a mis padres fue que yo era “retrasada”. Me pregunto qué hubiera sido de mi si se hubieran conformado con aquel diagnóstico, si no hubiera tenido detrás un entorno estimulante, si no hubiera nacido en un país europeo.

    Yo nací con el síndrome de Treacher Collins, una malformación craneofacial congénita rara, discapacitante e incurable que afecta a dos de cada 100.000 personas. Los que tenemos este síndrome nacemos sin pómulos, con microtia (es decir, sin una o ambas orejas), la mandíbula no nos crece, tenemos la faringe muy estrecha y, en ocasiones, también nacemos con el paladar abierto, lo que nos confiere un rostro muy característico y nos ocasiona diversos problemas oculares (sequedad y úlceras en la córnea), digestivos (no pueden comer bien), respiratorios (apneas) y auditivos (sordera), entre otros.

    Una vez que supieron lo que tenía, mis padres tuvieron claro que tenían que hacer de mí una persona autónoma. Me llevaron a un colegio de educación especial, donde me pusieron mi primer audífono, me dieron muchísimas clases de logopedia y me enseñaron a leer los labios. De ahí, con ocho o nueve años fui a un colegio ordinario donde fui pasando los cursos con más o menos fortuna, sin apoyos técnicos especiales más allá de mi audífono retroauricular y de sentarme en primera fila para que escuchara mejor a los profesores.

    Recuerdo mi infancia feliz, con mis hermanos, los amigos, los veranos en la sierra, los primos, una adolescencia horrible, tras lo que llegó una etapa relativamente satisfactoria. Hubo dos etapas claramente diferenciadas en mi vida: una en la que lo que más pesaba era mi rostro, esa fisonomía que a mí me gustaba cuando me miraba al espejo pero que provocaba rechazo por no cumplir los cánones de belleza impuestos, y, otra, en la que lo que más pesaba era mi discapacidad.

    La primera es la que comprendió mi etapa adolescente, la segunda se hizo patente al incorporarme al mundo laboral. ¿A quién se le ocurre nacer sorda y hacerse periodista? ¡A mí! Y ya llevo 25 años en ejercicio, 20 como periodista de una agencia de noticias y 5 en el departamento de comunicación de una gran empresa que tiene la inclusión laboral como uno de sus principios.

    Ha sido a lo largo de estos años cuando no sólo he sido consciente de lo adelantados a su época que fueron mis padres, pues nací en un tiempo en el que las personas con discapacidad éramos considerados una desgracia familiar y un lastre para la sociedad (inválidos, deformes, inútiles, anormales o deficientes son algunos de los sustantivos con los que se referían a nosotros). A lo largo de estos años, he sido consciente de la suerte de nacer en un país europeo, y de lo injusto que es que tu vida sea tan distinta por tener una condición que no has elegido en un lugar determinado.

    Para mí, la determinación de mis padres fue fundamental para convertirme en la mujer que soy. Hace poco me contaba una persona que había conocido el caso de una mujer de casi 30 años, sorda, que utiliza audífonos para escuchar, pero que oye muy poco y que ha estado toda su vida tan sobreprotegida que no estudió una carrera, ni aprendió lengua de signos, tiene un trabajo no cualificado y no sabe dar un paso sin su familia. Es mucho más joven que yo, hija de la democracia, europea, nacida en una sociedad que ha ido cambiando su mirada hacia la discapacidad, ahí están las leyes que se han ido aprobando a lo largo de nuestra historia en pro de nuestros derechos. Tenía factores favorables para su desarrollo personal, pero su familia, ese pilar tan fundamental en el desarrollo de cualquier niño, pero especialmente de los que tienen discapacidad, la ha convertido en una inútil. No es el único caso que me llega. Y duele. Duele que estas cosas sigan pasando en países europeos, y si pasan en Europa, qué no ocurrirá en países menos desarrollados.

    El 15% de la población mundial tiene alguna discapacidad, más del 80% son pobres, el 50% de las personas con discapacidad no tiene acceso a la sanidad, un porcentaje muy pequeño trabaja (varía de un país a otro), no entro a valorar si en un empleo con un sueldo decente o no. La gran mayoría de los más de 1.000 millones de personas con discapacidad que hay en el mundo vive en países en vías de desarrollo.

    La discapacidad es una condición que, quienes la tenemos, no elegimos, una condición que supone un factor de empobrecimiento, de discriminación, de desigualdad en cualquier parte del mundo pues, incluso en los países más avanzados son muchas las barreras, la primera de ellas es la falta de accesibilidad, que impiden nuestra inclusión, nuestra participación en la sociedad como ciudadanos de pleno derecho.

    Yo tengo discapacidad, tengo una vida independiente, he podido estudiar y sigo haciéndolo, trabajo en la profesión que elegí, tengo acceso a la atención sanitaria… pero soy la excepción, no la norma. Una excepción dolorosa y vergonzosa difícilmente entendible. Y cuando echo un vistazo a las estadísticas, no puedo evitar preguntarme qué hubiera sido de mi si mis padres se hubieran conformado con aquel desacertado primer diagnóstico, con aquel «su hija es retrasada».

    Más información en: Vicky Bendito

    Las opiniones vertidas en este blog son exclusiva responsabilidad de la persona que las emite.

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